Año 18 Número 70 – Septiembre 2020

Por Oriana Fallaci

… Se oyó un gran alboroto: gritos, chillidos, advertencias: papá, abre tú; no, papá, abro yo; no, abre mamá; no, mamá no abre; entonces, ¿quién abre? Luego la puerta carmesí se abrió de par en par y esto era él. Un gigante descalzo, bronceado, de cabellos rubios como grano maduro y ojos azules como cielo limpio, protegidos, para que no se ensuciasen, por dos espesos lentes de miope. Verlo calentaba más que un hogar encendido en invierno, y calentando curaba las amarguras; curando narraba mil fábulas posibles, montes de plata y cielos de esmeralda, colinas azules y valles de piedra lunar; en resumen, Marte como se lo imaginaba él. Reía, ¿cómo expresarlo?, la carcajada de un chiquillo feliz al que no le falta nada: ni la madre, ni el padre, ni juguetes, ni la fe en que mañana es domingo, y el domingo es un día lleno de sol, y mañana es siempre domingo.

—¡Uauh! ¡Hela aquí! ¡Uauh!

En un torbellino de cabellos y de gafas, casi cuentas de un collar cuyo hilo se ha roto, rodaron de la cocina sus cuatro hijitas: la mayor de unos catorce años, la menor de unos seis. Y, después de ellos, una quinta rubia: la mujer. El collar se volvió a componer en cinco cuentas de idéntico color y distinto tamaño; luego soltó su saludo.

—¡Uauh! —dijo la primera rubia.

—¡Uauh! —dijo la segunda rubia.

—¡Uauh! —dijo la tercera rubia.

—¡Uauh! —dijo la cuarta rubia.

—¡Uauh! —dijo la quinta rubia. Y me arrastró a una sala tapizada de libros.

—Hubiera tenido que telefonear, lo sé.

—¡Por favor! Papá odia el teléfono.

—Lo odia a muerte.

—No lo puede soportar.

—Lo rompe siempre, figúrate.

—Ray se ha convertido desde hace poco al teléfono —explicó la mujer, cuyo nombre era Marjorie—, y, de vez en cuando, por remordimiento, lo rompe. Hoy, por ejemplo, estaba roto.

—Por eso odia también el avión —dijo la primera rubia.

—En realidad, nunca ha cogido un avión —dijo la segunda rubia.

—Y ni siquiera conduce el coche —dijo la tercera rubia.

—¡Por fuerza! Le han suspendido treinta y tres veces en los exámenes de conducir —dijo la cuarta rubia.

—Ray va en bicicleta —explicó Marjorie, un poco avergonzada—. A los cuarenta y cuatro años aún va en bicicleta.

Doblado sobre un diván, Bradbury esperaba pacientemente; a que las rubias expresaran todas sus opiniones. Cuando las hubieron expresado, descubrió su mayor defecto:

—No tengo siquiera un aparato de TV.

—¡Todos los chicos del barrio lo tienen y nosotros no lo tenemos!

—Para él no hay nada más que los libros de Verne.

—Creceremos cretinas.

—Creceremos ignorantes.

—Como tú, papá.

—¿Cretino? ¿Ignorante? —Bradbury levantó una ceja.

—Cretino no. Muchos de los libros de papá se usan como texto, ¿sabes? —admitió una rubia.

—Gran parte de sus relatos están recogidos en ciento treinta antologías junto a fragmentos de Steinbeck, de Saroyan, de Hemingway, de Poe. Cretino no lo es —admitió otra rubia.

—Pero ignorante, sí. Sus libros están llenos de errores.

—Papá: he descubierto otro error, papá —anunció la más pequeña.

—Sí —dijo Bradbury.

—En tu libro Crónicas Marcianas.

—Sí —dijo Bradbury.

—Cuando las Lunas de Marte salen del este.

—Sí —dijo Bradbury.

—No —dijo ella.

—¿Cómo que no? —dijo Bradbury.

—Las Lunas de Marte salen del oeste, papá.

—Pues yo he descubierto un error mayor —anunció la de más edad.

—Sí —dijo Bradbury.

—¿Tienes presente, papá, a aquel campesino que siembra manzanas en Marte?

—Sí —dijo Bradbury.

—En Marte no llueve, papá.

—Pesadas. Yo no sé ni siquiera que el agua está compuesta de oxígeno e hidrógeno, y ésas me echan en cara las Lunas que salen del este. ¿Pero qué me importa si las Lunas de Marte salen del oeste o del este, si en Marte llueve o no llueve? Yo no proporciono breviarios a los matemáticos y a los físicos. «Pero un escritor de ciencia-ficción —contestan— tiene que saber ciertas cosas». Bien, toda la vida llamándome escritor de ciencia-ficción y aún no he entendido qué significa. Desde hace algún tiempo me llaman escritor de la era espacial: suena algo más respetable, pero tampoco entiendo qué significa. Solamente sé que hace veinte años todos se burlaban de mí: «Pero qué ridículo eres —decían—, absurdo. ¿Qué quiere decir astronauta, qué quiere decir cosmopuerto, ir a la Luna? ¿Eres tonto?».Luego, de pronto, ¡uauh!, explota la era espacial y se realiza lo que escribía. Pero no se arrepienten, no piden disculpas. Siguen diciendo: «No es una obra de arte, la suya; es cinerama». Bien, ¿qué es el cinerama? Entre nosotros: ¿quién inventó el cinerama sino el viejo Mike, Michelangelo, en resumen? ¿No la hizo él, la Capilla Sixtina? ¿Y qué otra cosa es la Capilla Sixtina sino cinerama en pintura? Y si el viejo Mike, gran muchacho ese Mike, pintaba en cinerama, ¿por qué yo no puedo escribir el futuro en ciencia-ficción? La ciencia-ficción me sirve para interpretar el tiempo en que vivo, en que vivirán los hijos de mis hijos, para describir sus amenazas…

Las rubias salieron resoplando; yo lo miré consternada.

—¿Las amenazas?

—Seguro. La TV, por ejemplo.

—¿La TV?

—Naturalmente. ¿Dónde cree que están en este momento millones de americanos, de italianos, de franceses, de japoneses, etcétera? Están mirando la TV. Como bobos. No piensan. No se mueven. No viven. Miran y basta. La TV piensa por ellos, se mueve por ellos. Vive por ellos. ¿Vive? Les envenena con su idiotez: pero ellos no lo saben. Los acostumbra a la apatía: pero ellos no lo saben. Porque miran, miran, miran, y basta. Todos los peligros del mundo están encerrados en esa caja maldita que está en medio de la casa como un altar: pero delante de ella se arrodillan mudos como delante de un altar …


Fragmento de la crónica de Oriana Fallaci sobre su encuentro con Ray Bradbury en 1964. Extraído del libro Si el sol muere. Versión en español: Ediciones Dima, 1966