Año 19 Número 72 – Marzo 2021

Por Stanisław Lem

El día empezó mal. El desorden reinante en casa desde que mandé a mi criado al taller de reparaciones, crecía de manera alarmante. No podía encontrar nada. En mi colección de meteoritos hicieron su nido unos ratones. Han roído el más bonito de mis condritos. Cuando hacía el café, se salió la leche. Ese imbécil eléctrico había guardado los paños de cocina con los pañuelos. Debía haberlo hecho revisar hace tiempo, cuando empezó a embetunar mis zapatos por dentro. Tuve que usar, en vez de un paño, un paracaídas viejo. Fui arriba, quité el polvo a los meteoritos y puse una ratonera. Yo mismo había cazado todos los ejemplares de mi colección. No cuesta mucho: basta con ponerse detrás del meteorito y echarle una red encima. De repente me acordé de las tostadas y bajé corriendo. Evidentemente, se habían carbonizado. Las eché al fregadero. Se obturó, claro está. Me encogí de hombros y fui a echar una mirada al buzón. Estaba lleno del habitual correo de las mañanas: dos invitaciones a congresos en unos poblachos provincianos de la nebulosa de Cáncer, impresos publicitarios de una pasta para pulir cohetes, un número nuevo del Viajero a Reacción. De interesante, nada. En el fondo del buzón había un sobre grueso de color oscuro, con cinco sellos de lacre encima. Lo sopesé en la mano y lo abrí.

El Plenipotenciario Secreto para los asuntos de Rerecom tiene el honor de invitar al Sr. D. Ijon Tichy a una reunión que tendrá lugar el 16 del mes en curso a las 17.30 horas en la sala pequeña de Lambretanum. Se verificarán estrictamente las invitaciones. Entrada con radiografía previa. Rogamos manténgase el secreto.

Firma ilegible, sello
y otro sello encarnado, oblicuo:
ASUNTO DE IMPORTANCIA CÓSMICA. ¡¡SECRETO!!

Bueno, por fin algo, pensé. Rerecom, Rerecom… Conocía el nombre, pero no podía acordarme de qué. Busqué en la Enciclopedia Cósmica. Había solo Rerelania y Rerempilia. ¡Curioso! Tampoco en el Almanaque había nada bajo esta voz. Sí, era de verdad interesante. Seguro, seguro, un Planeta Secreto. «Me gusta», dije para mí mismo, y empecé a vestirme. Eran apenas las diez, pero tenía que contar con la ausencia del criado. Encontré los calcetines en la nevera casi en seguida; me parecía que yo podía seguir el curso de las ideas de un cerebro electrónico averiado cuando me enfrenté con un hecho extraño: en toda la casa no había un solo par de pantalones. Ni uno. En el armario sólo había chaquetas. Revolví toda la casa, incluso saqué todos los trastos del cohete: nada. Constaté solamente que aquel idiota deteriorado se había bebido todo el aceite que guardaba en la cava. Debía haberlo hecho no hacía mucho, porque había contado las latas la semana pasada y todas estaban llenas. Esto me irritó de tal manera que reflexioné seriamente si no era mejor venderlo para chatarra. Como no le gustaba levantarse temprano, llevaba meses tapándose los oídos con cera al acostarse.

Ya podía yo tocar el timbre! Luego mentía y decía que era por distracción. Le amenacé varias veces gritando que le desenroscaría los fusibles, pero él se limitaba a contestarme con un zumbido. Sabía que le necesitaba. Recurrí al sistema de Pinkerton. Dividí la casa en cuadrados y procedí a un registro tan minucioso, que no se me hubiera escapado un alfiler. Por fin encontré un talón de una tintorería. El canalla había llevado todos mis pantalones a limpiar. ¿Pero qué fue de los que llevaba el día anterior? Era inútil: no pude recordarlo. Mientras tanto, llegó la hora de la comida. No valía la pena abrir la nevera: fuera de los calcetines, contenía solamente papel de cartas. Era un verdadero desespero. Saqué del cohete la escafandra, me la puse y me fui a la tienda más cercana. La gente me miraba un poco en la calle, pero compré dos pantalones, uno negro y otro gris, y volví llevando todavía la escafandra; me cambié y, rabioso, me marché a un restaurante chino. Comí lo que me dieron, ahogué la ira en una botella de vino de Mosela y, al mirar mi reloj, vi que eran ya las cinco. Había desperdiciado casi todo el día. Delante de Lambretanum no había ningún helicóptero, ningún coche, ni siquiera el más pequeño cohete, nada. «¡Anda! —pensé—. ¡Las cosas van en serio!» Atravesé un extenso jardín lleno de dalias y llegué a la entrada principal. Pasé mucho tiempo llamando a la puerta antes de que abrieran. Finalmente se levantó el obturador de una mirilla selectiva, un ojo invisible me escudriñó de arriba abajo. Luego la puerta se entreabrió, dejándome apenas sitio para pasar. —El señor Tichy —dijo a un micrófono de bolsillo el hombre que había abierto la puerta—. Haga el favor de subir —me ordenó—. La puerta a la izquierda. Le están esperando. Arriba reinaba un agradable frescor. Entré en una sala de dimensiones reducidas y me encontré con un grupo realmente selecto. Fuera de dos individuos detrás de la mesa presidencial que nunca había visto antes, en las butacas de terciopelo estaba sentada la flor y nata de la cosmografía. Entre otros, estaba allí el profesor Gargarrag con sus ayudantes de cátedra. Saludé a los presentes y me senté en uno de los asientos de atrás. Uno de los individuos de la mesa presidencial, alto, de sienes plateadas, sacó del cajón una campanita de goma y la agitó sin hacer el menor ruido. «¡Qué precauciones tan extraordinarias!», pensé. —Señores rectores, decanos, profesores, ayudantes mayores y tú, egregio Ijon Tichy — pronunció, poniéndose de pie el hombre de sienes canosas—; en mi carácter de plenipotenciario para los asuntos de importancia secretísima, abro la sesión especial, consagrada al problema de Rerecom. Tiene la palabra el consejero secreto, Xaphirius. Se levantó en la primera fila un hombre fornido, de pelo blanco como la leche, de hombros anchos. Subió al podium, se inclinó levemente ante los reunidos y abordó sin rodeos el tema. —¡Caballeros! Hace sesenta años aproximadamente, salió del puerto planetario de Yokohama una nave de carga de la Compañía Láctea, Deidón II. La nave, bajo el mando del experimentado especialista Astrocencio Peapo, llevaba carga diversa para Areclandria, un planeta de Gamma de Orión. Fue vista por última vez desde un faro galáctico en las cercanías de Cerbrea, desapareciendo acto seguido sin dejar rastro. La Compañía de Seguros Secúritas Cósmica, siglas SECOS, pagó al cabo de un año la indemnización íntegra por la nave desaparecida. Unas dos semanas después, un radioaficionado de Nueva Guinea captó el radiograma siguiente. El orador cogió un papel de la mesa y leyó:

ORDENACITO LOCACITO
ZOCORRUÑO DEIDONCIO

—Aquí, señores, tengo que entrar en unos detalles, imprescindibles para la comprensión del problema. Aquel radioaficionado era un novato y, por añadidura ceceaba. Por la fuerza de la costumbre y también, como debe suponerse, por su ignorancia, deformó el radiograma, que, según la reconstrucción efectuada por los expertos en Galactoclave, decía: «Ordenador enloqueció socorro Deidón«. Los especialistas determinaron basándose en este texto, que en pleno espacio había ocurrido un hecho, poco frecuente, de sublevación del ordenador de la nave. Puesto que desde el momento de la paga de indemnización a los armadores, estos últimos no podían ya tener pretensión algunas sobre la nave desaparecida ni sobre su carga, por haber pasado ambas a ser una propiedad legal de SECOS, dicha compañía contrató a la agencia Pinkerton, en las personas de Abstracio y Mnemonio Pinkerton, para que se encargara de la investigación correspondiente. Las pesquisas, llevadas por detectives de tanta experiencia, descubrieron que, en efecto, el ordenador del Deidón, modelo de gran lujo y último grito en su tiempo, pero de una edad ya avanzada en el último viaje, llevaba tiempo quejándose de un miembro de la dotación. Aquel cohetero, un tal Simileón Guitterton, le irritaba, al parecer, de múltiples maneras: le rebajaba la tensión de entrada, daba cachetes a las bombillas, le hacía objeto de sus burlas, llegando incluso a darle apodos ofensivos, tales como «montón de hojalata chocheante», o «rollo de alambre torpón». Guitterton lo negó todo, afirmando que el ordenador tenía, simplemente, alucinaciones, lo que a veces pasa a los electrocerebros de edad provecta. En todo caso, el profesor Gargarrag les hablará dentro de un momento de este aspecto de las cosas.

«No se consiguió encontrar la nave durante el decenio siguiente. Sin embargo, al cabo de esos años, los agentes de Pinkerton, que no cesaban de ocuparse de la misteriosa desaparición del Deidón, se enteraron de que delante del restaurante del hotel Galax solía sentarse un mendigo, medio loco e inválido, que cantaba historias extrañísimas, haciéndose pasar por Astrocencio Peapo, el ex comandante de la nave. El anciano, desaliñado a más no poder, afirmaba, en efecto, que era Astrocencio Peapo pero no solamente no estaba en sus cabales, sino que, por añadidura, había perdido la facultad de hablar y sólo podía cantar. Indagado con paciencia por los hombres de Pinkerton, contó una historia inverosímil, en la cual sostenía que en la nave había ocurrido algo terrible, como consecuencia de lo cual él, echado por la borda sin más equipaje que la escafandra que llevaba puesta, tuvo que volver a pie, junto con un reducido grupo de coheteros adictos, desde la Gran Nebulosa de Andrómeda a la Tierra, lo que le llevó doscientos años. Viajó, al parecer, sea en unos meteoritos cuya dirección le convenía, sea en cohetestop, recorriendo una pequeña parte del camino en un Lumeón, una sonda cósmica inhabitada, que se dirigía hacia la Tierra a una velocidad cercana a la de la luz… Aquel viaje a horcajadas sobre el lomo del Lumeón le perjudicó (así lo afirma), privándole del habla; en cambio le rejuveneció mucho, gracias al fenómeno, bien conocido, de la contracción del tiempo sobre los cuerpos que se mueven a velocidades vecinas a la de la luz.» Ese fue el relato, o mejor dicho, el canto de cisne del anciano.

Esta es la situación, señores, que nos obligó a convocar la reunión presente; para demostrarles la gravedad de las circunstancias, añadiré que El Correo Electrónico, órgano oficial del ordenador, publicó el mes pasado un artículo que cubría de oprobio a todo el árbol evolutivo del hombre y clamaba por la anexión de la Tierra por Rerecom, basando su postulado en la tesis según la cual los robots representan una fase de desarrollo superior a la de los seres vivos. He terminado, caballeros. Doy la palabra al profesor Gargarrag.

Encorvado bajo el peso de los años, el famoso especialista en psiquiatría eléctrica subió, no sin dificultad, al podium. —¡Señores! —dijo en voz temblorosa, pero todavía sonora—. Sabemos, desde hace mucho tiempo, que los cerebros electrónicos no solamente se construyen, sino también educan. La suerte de un cerebro electrónico es dura. Trabajo sin tregua, cálculos complicados, brutalidades y bromas vulgares de los que les atienden…; he aquí a lo que está expuesto ese aparato, tan delicado en su esencia. No es extraño, pues, que le ocurran depresiones, cortocircuitos que, a veces, son tentativas de suicidio. No hace mucho tuve en mi clínica uno de estos casos. Un desdoblamiento de personalidad: dichotomía profunda psychogenes electrocutiva alternans. Aquel cerebro se escribía a sí mismo unas cartas cariñosas, llamándose en ellas «bobinita guapa», «alambrito mío», «lamparita de mi vida», síntomas manifiestos de la necesidad de ternura, de un trato cordial y entrañable. Una serie de choques eléctricos y un reposo prolongado le devolvieron la salud. O bien el tremor eléctricus frigoris oscillativus, señores. El cerebro electrónico no es una máquina de coser con la cual se puede clavar clavos en la pared. Es un ser consciente que se da cuenta de todo lo que pasa a su alrededor y, por eso, a veces, en los momentos de un peligro cósmico, se pone a temblar tanto, junto con toda la nave, que a los hombres les cuesta mantenerse de pie en el puente.

Levanté la mano. El presidente me miró sorprendido y, al cabo de un momento de duda, me dio la palabra. —Caballeros —dije, poniéndome en pie—, como veo, el problema es muy serio. Me doy cuenta de ello ahora, después de haber oído el análisis exhaustivo del profesor Gargarrag. Quiero hacer a esta respetable reunión una oferta. Estoy decidido a dirigirme solo a la zona de Proción para investigar qué es lo que pasa allá, descubrir el misterio de la desaparición de miles de hombres enviados por ustedes, así como para encontrar, si es posible, un modo de solucionar pacíficamente el conflicto que nos amenaza. Me doy perfecta cuenta de las dificultades de esta empresa, la más ardua de todas las que hasta ahora me he propuesto; pero hay momentos en que se debe actuar, sin calcular las posibilidades de victoria ni riesgo. Por lo tanto, caballeros… Un trueno de aplausos interrumpió mis palabras. No hablaré del transcurso ulterior de la reunión, porque no me gusta insistir en la descripción de ovaciones que se me rinde. La Comisión y la Junta me otorgaron todos los plenos poderes posibles.


Fuente: Fragmento del cuento Viaje undécimo. En: Diarios de las estrellas / Stanisław Lem; Jadwiga Maurizio. Madrid : Alianza Editorial, 2013 https://www.worldcat.org/title/diarios-de-las-estrellas/oclc/995372709