Año 22 Número 87 – Diciembre 2024

Por Liu Cixin

Un año antes, Wang Miao había sido el responsable de los componentes a nanoescala del proyecto de acelerador de partículas Sinotron II. Una tarde, durante una breve pausa en las obras, se sintió atraído por una escena. Como aficionado a la fotografía paisajística, su mirada solía encontrar composiciones artísticas en la realidad que lo rodeaba.

En esa ocasión se fijó en el solenoide del imán superconductor que estaban instalando. El imán, de casi tres pisos de altura, estaba a medio terminar y parecía un monstruo gigantesco formado por bloques de metal y una confusa maraña de tubos refrigerantes criogénicos.

Cual gigantesca montaña de desechos tecnológicos, la estructura despedía la más inhumana y sombría frialdad, la más cruda barbarie revestida de acero. Pero en contraste con aquel coloso de metal, justo enfrente vio aparecer la esbelta figura de una joven. La luz de la composición era igualmente fantástica: el monstruo de metal quedaba enterrado en la sombra, reforzando su tosquedad, mientras un dorado rayo de sol poniente iluminaba el sedoso pelo de la chica y la piel blanca que se vislumbraba bajo el cuello de su camisa. Era una flor que, tras una violenta tormenta, brotaba entre una gran mole de ruinas metálicas.

—¿Qué estás mirando? ¡A trabajar!

A Wang le alivió comprobar que el director del Centro de Nanotecnología no se dirigía a él. La reprimenda era para un joven ingeniero que también se había quedado embobado con la chica. Fue entonces, devuelto a la realidad, cuando se dio cuenta de que no se trataba de una trabajadora más: a su lado tenía al ingeniero jefe, que le hablaba con gran deferencia.

—¿Quién es? —le preguntó al director.

—Debería conocerla —contestó este, saludándola con un gesto circular—. El primer experimento que se lleve a cabo en este acelerador de veinte mil millones de yuanes será probablemente para poner a prueba su modelo de supercuerdas. En otras circunstancias, por una cuestión de antigüedad, no le correspondería, pero sus colegas más experimentados no se atreven a dar un paso al frente por miedo a fracasar. De ahí que tenga la oportunidad de hacerlo.

—¡Ah! ¿Entonces Yang Dong… es una mujer?

—Así es —confirmó el director—. No lo supimos hasta anteayer, cuando la vimos en persona.

—¿Tiene algún problema emocional? —intervino el joven ingeniero—. ¿Por qué nunca ha querido que la entrevistaran los medios?

—¡Qué tonterías dice! Muchas veces los genios son así. Qian Zhongshu, sin ir más lejos. Era un escritor brillante, y murió sin que nadie lo viera una sola vez en televisión.

—Pero al menos conocíamos su sexo. A ella algo tuvo que pasarle de pequeña para volverse tan huraña… —replicó el joven ingeniero con el tono de quien desprecia lo que no puede obtener.

Yang Dong y el ingeniero se acercaron. Al pasar, ella sonrió sin decir nada. A Wang nunca se le olvidaría aquella límpida mirada.

Por la noche, sentado en su estudio, contempló las fotografías que tenía colgadas en la pared. Eran las obras de las que se sentía más orgulloso. Se fijó especialmente en una escena captada en la frontera occidental de China: un valle desolado con una montaña nevada al fondo. En primer plano, ocupando un tercio de la imagen, había un árbol desnudo erosionado por los estragos del tiempo.

En su imaginación, colocó al fondo de la fotografía, en el punto más remoto del valle, la figura que le obsesionaba. Aun resultando ínfima, lograba dotar a la escena de vida, como si el mundo que retrataba respondiera a su presencia, como si solo existiera por ella.

La imaginó superpuesta en varias fotografías más. A veces colocaba sus ojos sobre el ancho cielo vacío. Invariablemente, las estampas cobraban vida y adquirían una belleza insospechada.

Siempre había pensado que a sus fotografías les faltaba alma. Ahora sabía que lo que les faltaba era ella …

Liu Cixin. Fronteras de la Ciencia. En: El problema de los tres cuerpos. Trilogía de los Tres Cuerpos, 1. Segunda parte, capítulo 4, 2007. Traducción de Javier Altayó.