Año 18 Número 71 – Diciembre 2020
Por Pablo Sotomayor Checa
El Universo es un sistema en constante evolución. La evidencia observacional actual indica que el Universo se expande a un ritmo acelerado. Esto implica que a muy grandes escalas espaciales las galaxias se están alejando unas de otras. Si a medida que el tiempo avanza la distancia entre las galaxias se incrementa, podemos suponer que en tiempos cada vez más tempranos la materia que constituye el Universo estaba cada vez más concentrada, y por lo tanto la densidad era cada vez mayor. Sin embargo, las grandes estructuras que constituyen el Universo actual (galaxias y cúmulos de galaxias) no siempre existieron. Incluso hubo un periodo en la historia del Universo en el cual no existían aún las estrellas. Es más, los primeros átomos tardaron unos cientos de miles de años en aparecer. Inmediatamente después del Big Bang, el Universo era extremadamente caliente y denso. En esas condiciones tan extremas los átomos no podían existir establemente, y la materia formaba un plasma altamente ionizado. La luz era continuamente dispersada por este plasma a través de colisiones con los electrones libres y los núcleos de hidrógeno y helio. Así, la materia en esta época era opaca a la radiación. El Universo siguió evolucionando y expandiéndose, y su temperatura y densidad disminuyeron. Aproximadamente 380 mil años después del Big Bang, los núcleos atómicos atraparon a los electrones y se formaron los primeros átomos. El Universo pasó de un estado ionizado a otro esencialmente neutro. La luz que previamente estaba impedida de escapar del plasma, ahora podía hacerlo libremente. Así, la materia se convirtió transparente a la radiación, y la luz permeó los confines del Universo. La radiación que se desacopló de la materia en ese periodo es la luz más antigua que podemos observar (cualquier luz más antigua no podrá ser observada, pues quedó atrapada en el plasma y no es accesible a nuestros instrumentos). Esta luz ha sido recientemente observada por el telescopio espacial Planck, y se ha determinado con muy alta precisión que su temperatura es de aproximadamente 2,7 Kelvin.
Después de la formación de los primeros átomos, el Universo entró a una era de oscuridad. El Universo se seguía enfriando y la materia formó una niebla oscura y opaca. Durante 500 millones de años el Universo atravesó lo que se denomina como la edad oscura del Universo, la cual finalizó con la aparición de las primeras estrellas, cuya luz iluminó y volvió a ionizar- reionizó -al Universo.
La formación de las primeras estrellas es investigada por los astrónomos a través de sofisticadas simulaciones computacionales. Estos trabajos indican que las primeras estrellas se formaron en proto-galaxias que evolucionaron a partir de pequeñas fluctuaciones en la densidad en el Universo temprano. Estas fluctuaciones se evidencian, por ejemplo, en las anisotropías observadas en el fondo cósmico de radiación. El material a partir del cual se formaron estas estrellas estaba compuesto únicamente por hidrógeno y helio. Esta es una diferencia notable respecto al ambiente en el que se forman las estrellas actualmente, el cual posee elementos más pesados que el helio. Esta diferencia ocasiona que las propiedades físicas de estas estrellas sean muy diferentes a las que se observan hoy en día.
Las primeras estrellas fueron muy masivas, calientes y compactas. Los cálculos actuales indican que típicamente sus masas alcanzaban valores del orden de centenares de veces la masa del sol, y su radio era 10 veces el radio solar. Estas estrellas alcanzaron temperaturas superficiales de 100 000 kelvins, por lo tanto la luz que emitían era predominantemente ultravioleta. Esta luz tiene la energía necesaria para ionizar los átomos de hidrógeno neutro. Así, se formaron burbujas de ionización en el entorno de las estrellas, y se dio inicio al proceso de reionización del Universo, que por 500 millones de años había permanecido neutro.
Debido a sus altas masas, las primeras estrellas vivieron un tiempo relativamente corto: únicamente unos cuantos millones de años (para comparar, el tiempo de vida esperado para el Sol es de aproximadamente 10 000 millones de años). Algunas de estas estrellas al final de su vida explotaron como supernovas. De esta manera, enriquecieron químicamente el medio interestelar primitivo con los elementos sintetizados en sus núcleos. Es en ese medio enriquecido donde posteriormente se formaran las nuevas generaciones estelares.
El helio neutro tiene un potencial de ionización mayor que el hidrógeno. Si las primeras estrellas fueron muy masivas, ellas podrían explicar la reionización del hidrógeno y el helio simultáneamente. Por otro lado, si sus masas alcanzaban valores no muy altos (por ejemplo, 50 veces la masa del sol), se requieren otras fuentes luminosas para explicar la reionización del helio. Los primeros cuásares son unos de los objetos que podrían resolver este problema, pues la radiación que emiten es muy energética.
Se espera que con el lanzamiento del telescopio espacial James Webb (previsto para el 31 de octubre del 2021) se pueda detectar la luz proveniente de las primeras estrellas a través de un fenómeno astrofísico conocido como lente gravitacional, en el cual debido a un adecuado alineamiento entre las estrellas y un objeto muy masivo (por ejemplo, un cúmulo de galaxias) la luz de las estrellas distantes es fuertemente amplificada. El telescopio James Webb se convertirá en el principal observatorio del mundo, develará los misterios de nuestro sistema solar, permitirá detectar nuevos exoplanetas, y nos ayudará a obtener respuestas (y nuevas preguntas) acerca del origen del Universo. Es un proyecto de la NASA, la Agencia Espacial Europea (ESA), y la Agencia Espacial Canadiense (CSA).
Sobre el autor
Pablo es Licenciado en Astronomía por la UNLP y becario doctoral de CONICET, con lugar de trabajo en el IAR. Actualmente se encuentra trabajando en el desarrollo de modelos radiativos aplicables a sistemas astrofísicos que involucran agujeros negros super-acretantes.